Lo más vulgar que podríamos pensar es que la maldición de los espejos está relacionada con nuestra propia vejez, devolviéndonos una imagen deformada de lo que alguna vez fuimos. No obstante, lo verdaderamente inquietante detrás de la aparente calma de los espejos es que siempre dicen la verdad. En definitiva, los espejos nos alarman porque son los únicos que nos conocen. A solas, enfrentados con nuestro reflejo, entendemos que aquel que nos mira del otro lado es inmune a las distracciones del encanto, a la pirotecnia de la personalidad. El espejo sabe quienes somos, por eso nos estremecen.
Me senté frente al cristal un día,
y evoqué ante mí una imagen desnuda,
negando las formas de la alegría y la razón,
aquella sombría figura fue reflejada allí:
La visión de una mujer, exhalando
salvaje y femenina desesperación.
Su cabello caía hacia atrás en ambos lados,
el rostro, privado de toda hermosura,
ya no tenía envidia para ocultar
lo que ningún hombre supo adivinar,
y formó entonces su espinosa corona
de áspera y profana desgracia.
Sus labios estaban abiertos, ni un sonido
brotó de esos marchitos pétalos rojos,
cualquiera haya sido, aquellas deformes heridas
en silencio y secreto sangraron.
Ningún suspiro alivió su inexpresable dolor,
no poseía aliento para vaciar su miseria.
Y en sus espeluznantes ojos brilló
la moribunda llama del deseo de vivir,
hecha locura al diluirse toda esperanza,
y ardió en el fuego crepitante
de los celos y la sedienta venganza,
con una cólera que no puede apaciguarse.
Sombra de una Sombra en el cristal,
libera ya la superficie del espejo.
Pasa, como las fantásticas formas pasan.
No retornes jamás para ser
el fantasma de las horas vanas.
Entonces me oyó susurrar: ¡Yo soy Ella!
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