Un joven llamado Juan Diego Martínez de Marcilla, se enamoró de Isabel, hija de Pedro Segura. El padre no tenía otra hija y era muy rico. Los jóvenes se amaban mucho, hasta llegar al punto de que hablaron de su amor. El joven dijo que deseaba tomarla por esposa, ella respondió que su deseo era el mismo, pero que supiese que nunca lo haría sin que sus padres se lo mandasen. Entonces, él la quiso más. Él era un buen joven, pero no tenía riquezas. El joven le dijo a la doncella que, como su padre tan solo lo despreciaba por la falta de dinero, si ella quería esperarlo cinco años él iría a trabajar por mar y por tierra donde fuera necesario para ganar dinero. Ella se lo prometió. Peleando contra los moros, ganó pasados cinco años cien mil sueldos, por mar y por tierra. La doncella este tiempo fue muy importunada por el padre para que tomase marido. Su respuesta era que había votado virginidad hasta que tuviese veinte años, diciendo que las mujeres no debían casarse hasta que pudiesen y supiesen regir su casa. El padre, como la amaba, quiso complacerla.
Pasados los cinco años, el padre le dijo que su deseo era que tomase ya compañía. Ella, viendo que el plazo de los cinco años había pasado y no sabía nada de su enamorado, dijo que lo haría. Rápidamente el padre la desposó, y al poco tiempo, se realizaron las bodas; y el joven regresó. El enamorado se puso detrás del lecho de su amada ya desposada y le dijo: "Bésame que me muero". Y ella repuso: "No quiera Dios que yo falte a mi marido. Por la pasión de Jesucristo os suplico que busquéis a otra, que de mí no hagáis cuenta, pues si a Dios no ha complacido, tampoco me complace a mí". Él dijo otra vez: "Bésame que me muero". Y repuso ella: "No quiero". Él cayó muerto. Ella, que lo veía como si fuera de día por la gran luz de la habitación, se puso a temblar y despertó al marido diciendo que roncaba tanto que le hacía sentir miedo, que le contase alguna cosa. Y él le contó una burla. Ella dijo que quería contar otra. Y le contó lo ocurrido de cómo con un suspiro Juan había muerto. Dijo el marido: "¡Oh, malvada! ¿Y por qué no le has besado?". Repuso ella: "Por no faltar a mi marido". Contestó el marido: "Ciertamente, eres digna de alabanzas". El marido, todo alterado, se levantó y no sabía que hacer. Decía: "Si las gentes saben que aquí ha muerto, dirán que yo lo he matado y seré puesto en gran apuro". Acordaron esforzase y lo llevaron a casa de su padre. Lo hicieron con gran afán y no fueron oídos por nadie. A la joven le vino el pensamiento de cuánto la quería Juan y de cuánto había hecho por ella, y que por no quererlo besar había muerto. Acordó ir a besarlo antes de que lo enterrasen; se fue a la iglesia del señor San Pedro, que allí lo tenían. Las mujeres honradas se levantaron por ella. Ella no se preocupó de otra cosa más que de ir hacia el muerto. Le descubrió la cara apartando la mortaja, y lo besó tan fuerte que allí murió. Las gentes que veían que ella, que no era parienta, estaba así yacente sobre el muerto, fueron para decirle que se quitara de allí, pero vieron que estaba muerta. El marido contó el caso a todos los que había delante, según ella se lo había contado. Acordaron enterrarlos juntos en una sepultura. Juntos para siempre.
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