Supongamos que disponemos de la eternidad. Desde luego, se trata de una eternidad conceptual, no objetiva. Basta una debilidad como el sol o la plata para que la muerte permute su faceta opcional por una inobjetable certeza.
Ser inmortal no tiene mucha importancia. El tiempo siempre nos vencerá.
Ahora bien, el futuro es un patrimonio ilusorio que solo despierta interés cuando no se ejerce poder sobre él. El humano, marcado por la inmediatez, por lo urgente, proyecta su mirada hacia el futuro aún cuando le resulte imposible obtener una respuesta satisfactoria.
De esta tendencia, surgen todas las filosofías, el humano interrumpe su existencia preguntándose sobre el mañana. Su sed de futuro incluso lo lleva a preguntarse por la vida del más allá, habida cuenta que su recorrido por la del más acá tiene fecha de caducidad.
Los Vampiros, en cambio, padecen una deficiencia contraria.
Alcanzan unos pocos siglos para que la eternidad se convierta en un despropósito. El final, desde luego, inevitable, los acecha como una sombra distante.
Tal vez, por eso los inmortales se preocupan más por el pasado. Incapaces de vislumbrar el punto final, oculto en un mañana inconcebiblemente remoto, desprecian cualquier conjetura acerca del futuro.
Esa filosofía, suscrita por algunos lúcidos pensadores mortales, resulta imprescindible para todo aquel que desconoce siquiera la fecha estimada de su aniquilación. En definitiva, si no sabemos hacia dónde vamos resulta muy útil entender de donde venimos.
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