Es una de las poetisas más importantes de la Época Victoriana, ya que nos convoca a una vigilia espantosa y perturbadora.
Afuera todo es silencio. La noche envuelve al mundo en su manto de penumbras. Tenuemente, en la lejanía se oye el paso débil de un carruaje. Los cascos, con su monótona melodía, lentamente se acercan. Su compás golpea contra los adoquines húmedos, mientras que el alma de la mujer surge una intuición tan reveladora como sombría: Es la Muerte que se acerca con su carro.
En la noche, cuando los enfermos yacen despiertos,
Escucho pasar al Carruaje de la Muerte;
Lo oí pasar salvaje, por senderos desiertos,
Y supe que mi hora aún no había llegado.
Click-clack, click-clack, los cascos pasaron,
Tirando del Carruaje, viajando en rápidas alas,
Viajando lejos, a través de la lúgubre noche.
Los muertos deben descansar hasta el alba.
Si alguien caminase sigiloso tras sus huellas,
El Carro y los Caballos, negros como la medianoche,
Verá viajando a la Sombra de la Perdición,
Que atrae a todos, y a cada uno por venir.
Dios es piadoso con los que aguardan en la noche,
Escuchando al Carruaje de la Muerte en el umbral,
Y aquel que lo oiga, aunque sea débilmente,
El espantoso Carro se detendrá para él.
Él partirá con el rostro lívido,
Subiendo al Carro y tomando su lugar,
La puerta se cerrará, sin nunca vacilar.
Rápido se cabalga en compañía de los muertos.
Click-clack, click-clack, la Hora es fría,
El Carruaje de la Muerte sube la distante colina.
Ahora, Dios, Padre de todo nosotros,
Limpia de tu viuda las lágrimas que caen.
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