Este poema fue escrito con una fe absoluta en la tradición del caballero; es decir, con un sentido de profunda veneración por la mujer amada. El nombre particular de la mujer a la que el poeta le ha dedicado el poema, ha desaparecido pero nos queda el testimonio de sus versos y la vaga sombra de un culto solitario.
Hemos leídos sobre reyes y amables dioses
Que llenaron sus cálices en el arroyo;
Pero diariamente, sin decir gracias, vuelco
El flujo de mis lágrimas convertidas en río.
Un toro sacrificado puede aplacar la cólera de Jove,
Un caballo al Sol, un cordero al Dios del Amor,
Pero ella desdeña las inmaculadas ofrendas
De un corazón puro, abatido a los pies de su altar.
Vesta no me desprecia, en su urna casta
Dónde las sombrías llamas arden por siempre;
Pero sí mi Santa indiferente, en cuyo nombre
He consagrado un fuego imperecedero.
El rey asirio ha devorado a los temerarios
Que ante su imagen no osaron postrarse;
Yo, con las rodillas desgarradas adoro a mi Dama,
Sin embargo ella se consume en su propia idolatría.
De tal Diosa el tiempo no dejará registro,
Cuando el fuego derribe el templo donde fue adorada.
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