Los muros de la ciudad se erguían. Diariamente, llegaban refugiados del campo que lo habían perdido todo a merced del frío, y con ellos llegó un rumor demasiado terrible para prestarle oídos razonables. Se hablaba de sombrías figuras lobunas acechando las caravanas, aullidos tenebrosos que rasgaban el silencio nocturno, anunciando una cacería precisa, que noche a noche enflaquecía las filas de caminantes.
Aquel Invierno era demasiado cruel como para preocuparse de Demonios y antiguas gestas espectrales de los bosques. En pocos días, el frío pasaría a ser un miedo secundario para los habitantes de París.
A pocos kilómetros de la entrada Norte, el muro de París colapsó a causa de la nieve. Entonces llegaron...
Nadie sabe con seguridad el número de aquella jauría. Entraron en la ciudad de noche, y pronto establecieron su base de operaciones cerca de Notre Dame, en un oscuro galpón abandonado hasta la llegada del estío; y desde allí partían rumbo al Sur en incursiones cada vez más osadas. En menos de quince días, cuarenta parisinos habían muerto.
Pronto comenzó a hablarse de Licántropos y Hombres Lobo que rondaban por las callejas oscuras de Paría, asesinando a todas las personas incautas que se cruzaban en su camino.
El líder de la jauría fue bautizado como Courtaud por la prensa. Siguiendo las descripciones de tres testigos, se lo definió como un gran lobo negro, de pelaje hirsuto y erizado, de ojos rojos como las brasas del Infierno, y era capaz de pronunciar el nombre de sus víctimas en perfecto francés. Algunos señalan que Courtaud era capaz de erguirse sobre sus patas traseras y simular el andar de los humanos. Otros, apuntan que Courtaud hacía exactamente lo contrario, es decir, que andaba a cuatro patas imitando el andar pausado de los lobos.
Cuando los periódicos anunciaron la muerte número cuarenta, a tan sólo un mes de la llegada de los lobos, un grupo de ciudadanos y soldados formaron una partida para infiltrarse en el oscuro cubil de los Licántropos.
Antes del amanecer, lanzaron artilugios de humo al interior del galpón. En pocos minutos, los lobos emergieron, furiosos y enloquecidos, y embistieron contra la partida de valientes que los aguardaban en el exterior. El primer ataque fue repelido con éxito, pero el segundo alcanzó a penetrar en las filas de hombres armados, y algunos valientes cayeron sobre la nieve enrojecida.
El galpón ardió alrededor de una hora. Justo antes del alba, cuando los valientes creían haber derrotado a la jauría, Courtaud emergió de las brasas como un heraldo del Infierno. Cargó contra sus atacantes causando estragos. Finalmente, el filo de los cuchillos fue demasiado para él, y se replegó hacia la catedral de Notre Dame.
Un grupo de osados lo siguió en la luz incierta del amanecer. Ya en las puertas de Notre Dame, herido y privado de sus súbditos, cuentan que Courtaud se echó sobre las escaleras, y no ofreció resistencia a los cazadores, que lo ultimaron con toda prolijidad.
Según la versión eclesiástica, Courtaud fue un nigromante expulsado de la orden de los albañiles, hombres sabios que dejaron mensajes inescrutables en los muros de Notre Dame. Su alma fue excomulgada, aunque sus restos fueron recogidos por unas matronas, convencidas que Courtaud no era un espíritu maligno, acusación que quedó aplastada cuando se supo que todas las víctimas de aquella jauría de lobos estaban relacionadas con las autoridades públicas encargadas de suministrar alimento y leña a los pobres de París.
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