Este es uno de los mejores poemas de Emily Brontë por la extraña madeja de imágenes que se desarrollan en sus versos.
En este poema, la muerte sobrevuela como una sombra, densa e inevitable, que apenas se vislumbra en los sombríos pensamientos de la protagonista mientras el viento nocturno acecha los cristales de la ventana.
¡Muerte! Que golpeó cuando más confiaba
En mi fe certera para ser otra vez golpeada;
El insensible Tiempo ha marchitado la rama,
Arrancando la dulce raíz de Eternidad.
Las hojas, sobre el espacio de las Horas
Crecen brillantes y lozanas,
Bañadas por las gotas plateadas,
Llenas de sangre verde;
Bajo un refugio tardío se reunieron las aves,
Espantando a las abejas de sus reinos florales.
La Pena ha pasado, arrastrando la flor dorada,
La Culpa se desnuda de su vestido de orgullo,
Pero dentro de esta amabilidad simulada,
La Vida fluyó en un silencioso murmullo.
Poco he llorado por la alegría perdida,
Por la muda canción y los nidos vacíos,
La Esperanza estaba allí, y reí de la Tristeza,
Susurrando: ¡El Invierno pronto será vencido!
¡Y contemplad! Creciendo por diez su bendición,
La Primavera dotó de belleza a la agonizante estación;
El Viento, la Lluvia, y el fervoroso calor nos besaron
Regalando gloria en aquel segundo Mayo.
Alto se elevó: las alas del dolor no podrían barrerlo,
Su brillo distante forzó la fuga del temor;
En su esencia, tenía el poder del Amor,
Alejándome de todo mal, de toda plaga, excepto de ti.
¡Muerte cruel! Las jóvenes hojas caen y languidecen,
El crepúsculo de aire gentil tal vez resista;
Pero el sol matutino se burla de mi angustia,
El Tiempo, para mí, ya nunca debe florecer.
Derribadlo, para que otras ramas puedan brotar,
Donde los jóvenes árboles solían reposar,
Así, al menos, sus carcomidos cadáveres nutrirán
Aquel seno de donde surgieron: La Eternidad.
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